En el valle de la Misión de las Tragedias, el pasto llegaba hasta las rodillas en el mes de marzo de aquel año. Los caballos que galopaban desde el sendero de la llanura hasta Boca de la Playa se mostraban gruesos, graciosos y astutos mientras corrían cabeza a cabeza más allá del corral de la pequeña llanura y chapoteaban placenteramente a través del río San Juan donde termina su corto caudal desde las sierras hasta el Pacífico.
Donde el sendero occidental abraza la colina, dos hombres sentaron sus broncos y cuidaron que ningún rezagado se apartara de lo alto de la meseta y, más allá del cruce de la colina de Ávila, otros vaqueros custodiaban el Camino Real por si alguno de los arriados llegara a escaparse en medio del ajetreo y se diera lugar a una estampida que arruinaría todo el trabajo realizado desde el amanecer.
A lo alto del risco occidental, la cabeza gigante de un cactus asomaba sus brazos infernales y brotes brillantes. Un grupo inmenso de los animales proyectaba una sombra a lo ancho del camino del risco donde se aleja de la planicie rivereña y bordea el cañón a su largo hasta la meseta a lo alto del mar; el camino por el que los indios de la misión cargaban pieles hasta los navíos y las arrojaban desde los riscos hasta los botes que flotaban abajo.
Un hombre estaba parado detrás del cactus y miraba con ojos cansados cómo se arriaba el ganado y el trabajo de los vaqueros que, con sus caballos agrestes, corrían hacia los animales rezagados o rebeldes del grupo. Tenía una capa para montar a los pies, el polvo del camino en el rostro y, cuando se sacó el sombrero para encender un cigarro en su refugio, se reveló una gran mata de cabello negro inusualmente largo y que combinaba con la falta de cuidado de la barba copiosa que cubría su cara hasta los ojos, aterciopelados.
Su único rasgo de juventud en lo que de otra forma era un rostro curtido por el sol y, que con el sonido del galopar de los caballos por el camino, se abrieron como si escucharan en alerta. Sin embargo no dio la vuelta para mirar de dónde provenían los sonidos. Por el contrario, se dejó caer sobre la capa, aplastó la colilla del cigarro contra una hoja de cactus y esperó tan quieto y protegido de cualquier avistamiento como una lagartija en un matorral de salvia.
Podía ver con claridad el rostro de Don Antonio, el mayordomo, e instintivamente su mano fue hacia la pistola. Pero levantó los hombros por su insensatez y cabizbajo escuchó. Don Antonio estaba hablando en americano a un hombre que cabalgaba detrás de él y el hombre del cactus frunció el seño impacientemente; esa lengua villana era una molestia demás. Algunos animales rebeldes se animaron a hacer una corrida hacia las colinas y Don Antonio agitó su sombrero y atravesó el camino con su caballo. Su compañero hizo lo mismo y, para dar tiempo a los vaqueros para que cruzaran el río después de ellos, los dos montaron guardia a la sombra del cactus, enrollaron cigarros y los fumaron relajadamente mientras que los vaqueros, con espuelas tintineantes y todo el coraje que reflejan los atavíos de los jinetes mejicanos, dieron vueltas alrededor y enlazaron la cabeza de la manada para los apache, trabajadores del gobierno en la tierras desérticas.
Es más rápido que hace un año —remarcó el estadounidense con aprobación— y los caballos están en mejores condiciones. Si nos dejara tener los quinientos de los ranchos de La Paz, no habría problema para conseguir los otros quinientos de San Mateo.
No nada, señor —afirmó Don Antonio— Yo mando un hombre para que los junte para la semana que viene. ¿Usted no querer que empiecen antes?
Mañana —contestó con decisión sonriente.
¿Mañana? ¡Santa María y José! ¿Usted va a cortar la fiesta y la parrillada de siempre para los militares? Señor Bryton, el Don Miguel y Don Rafael Arteaga se ofenderán si rechaza su hospitalidad por el tiempito en el que se agrupa la tropilla de caballos.
Lamento ofender a los jóvenes —remarcó— pero como Don Miguel está agrupando ganado en otra parte de California y su Don Rafael está en Méjico casándose o haciendo el amor; ¿cuál de los dos?; imagino que no nos extrañarán mucho.
No señor, no fue a casarse, solo para hacer que lo arreglen. Su madre, la Doña Luisa, está allí, en Méjico desde la fiesta de San Pascual pero Doña Luisa estará más vieja y arruinada que ahora antes de dejar que Don Rafael sea casado fuera de su propia misión.
¿Entonces vendrán aquí para la ceremonia?
¡Seguro! Doña Luisa ella se casó con Don Vicente aquí, en San Juan Capistrano. Es aquí que tuvo el gran problema con el padre, y el padre puso sobre él la gran maldición hace un tiempo largo. Es aquí que él es traído muerto desde San Pascual. Y ahora, cuando los hijos han hacido muchos problemas, todos son muertos menos dos y, cuando Doña Luisa, que estaba muy orgullosa, tiene sólo nietos indios, ella quiere casar a Rafael con una señorita que es medio monja para que la maldición se deshaga. Ella piensa que esa chica hace más para alejarlo del camino de Don Miguel que rezar a los santos, y puede ser, ¿quién sabe? Lo escuché a usted hablando al alcalde de la maldición del padre, sé que escuchó la historia.
Mmm; algo sobre la propiedad de la iglesia al sur de aquí, ¿no? —señaló el estadounidense— Sí, lo recuerdo. Allí va una yegua que es una belleza para un potro agreste.
Hace unos años, y usted no se está volviendo más fuerte, ganado silvestre y algo más —remarcó— Miguel y Rafael quieren sementales ingleses y otras razas. Tendrán ganado inglés y aduana estadounidense. Los santos evitan que Doña Luisa los escuche. No quiero ser descortés, señor, pero ya es una mujer vieja y dejó su hogar porque no quería vivir en su gobierno. Ella vuelve por obligaciones y el casamiento pero los viejos nunca cambian, señor, y odiará esto hasta que muera.
El estadounidense miró al norte donde las alturas de San Jacinto protegían el hermoso valle. Los sauces marcaban el curso de la ensenada Trabuco y el río San Juan y, sobre la meseta entre ellos, se asomaba el domo antiguo de la misión, un remanente de la belleza del lugar, a medida que el jinete estadounidense se adentraba en las tierras latinas y admiraba y se preguntaba si todo valía la pena para luego dejar ir ese pensamiento pero sin olvidarlo.
Su resplandor era blanquecino y amarillento y brillaba como un ópalo en un escenario de ranchos aterciopelados bajo cielos de color turquesa. A los lados de sus paredes había viejos ladrillos acumulados de adobe de los mejicanos, parecían niños cerca de los pies de su madre, y más allá, extensiones infinitas de la meseta y el valle; había bosques de roble y praderas de pastizales altos, de espejos de agua innumerables y cañones misteriosos de los que alguna vez se filtró oro y, por sobre todo, estaban las praderas de alondras visibles sobre el lomo de las bestias de la manada y las voces de los vaqueros.
Creo que también debería odiarlo —dijo finalmente— En aquellos días vivían como reyes y establecían sus propias reglas. Después de haber sido la reina de todo esto, sería muy difícil vivir bajo de estas nuevas costumbres.
Así es señor. Nunca se acostumbró a ver la bandera estadounidense. Por eso quiere siempre que Don Rafael se case en el sur, con una buena católica y señorita de Méjico. Sólo vive para eso, dicen. Y cuando ya esté todo listo se muere en paz.
Y Rafael, ¿cómo va a manejar sus negocios estadounidenses cuando…? —Don Antonio encogió los hombros, dubitativo.
¿Quién sabe? Yo contento porque viví mi vida joven en otros tiempos. Los alambrados hicieron ruina en el norte del país; después de un tiempo, acá abajo es lo mismo. Todo achicado a jardines chicos, ¿vio?
El estadounidense contuvo la risa mientras pensaba sobre los cien kilómetros que habían atravesado y una sola colonia alemana de la que únicamente podían verse rejas y cercos. Todo lo demás estaba alambrado hacia las montañas del este y hacia el mar en el oeste. Al norte, los ranchos de Santa Bárbara servían, tal vez, como una barrera; y al sur, la frontera mejicana tampoco representaba un obstáculo para las manadas.
Los alambrados no vendrán hoy y ahora toda la hacienda se dedicará a servir los placeres de su alegre Don Rafael.
No va a haber mucho placer hoy, señor —remarcó Don Antonio, seco— La misma maldición todavía existe. Es bueno que se case con una chica de convento; necesita los rezos de Doña Luisa, además del favor de un santo, para limpiar los ranchos del Barto Nórdico, el Capitán.
El hombre con la capa encogió los hombros y elevó la cabeza, luego la dejó descansar sobre las manos para poder escuchar mejor.
¿Nórdico? Ah, sí. El hombre que tiene un buen ojo para los caballos.
Sí sólo fuera por el ojo —refunfuñó Don Antonio— pero el diablo parece tener cien manos y su alcance llega hasta el ganado principal de los ranchos Arteaga.
No sólo de los Arteaga, supongo…
¿No escucha eso? —expresó el viejo con sorpresa— Es de la maldición, poide ser, no sabemos. El viejo Don Vicente tiene su hermano Ramón pero Vicente compró toda la tierra de Ramón de alguna forma. Ramón se vuelve loco, crazy, por eso. Y después, su hijo, Barto, estudia para cura y entonces llega la guerra y él es chico todavía. Se escapa de la escuela para luchar pero sólo puede llevar las cartas, él es chico entonces puede correr a caballo como el diablo. Nunca está contento con las banderas estadounidenses, como Doña Luisa, asique sigue luchando y el gobierno no lo agarra. Es un diablillo.
Pero no entiendo, usted lo ubica como un Arteaga sin embargo ¿su apellido es Nórdico?
Oh, él odia los Arteaga y por eso toma el apellido de su madre. A veces lleva el correo del gobierno y siempre lleva los caballos de los Arteaga y nunca lo pueden encontrar, en ningún lugar. Mientras que los hombres le siguen el rastro por las montañas, el está en un barco en el mar. Los santos lo ayudan para escaparse de las órdenes de Don Rafael de que se case
El hombre detrás del cactus a penas pudo contener el aliento.
¡Fiuuu! —silvó con sorpresa— ¿Un ataque a la misión o el pueblo?
No sería la primera vez —respondió Antonio— pero se trata de los cajones de la novia que se lleva de viaje a los que me refiero; tienen que recorrer noventa y seis kilómetros desde San Diego, cuestan más que una tropilla de caballos.
Rafael puede reemplazar los obsequios —comentó el estadounidense— mientras que el bandido de su primo no secuestre a la novia pero aún así supongo que se haría en esta tierra de ranchos solitarios.
El hombre debajo del cactus asintió y mostró sus dientes en una sonrisa de aprecio. La fortuna lo había favorecido por su vigilancia constante; había sido un día afortunado pero, terminó arruinándoselo solo.
Los vaqueros habían arriado los animales rebeldes y regresado al rancho.
Es cierto, los caballos están en mejores condiciones este año —agregó el mayordomo mientras que observaban los caballos que galopaban a los márgenes del rio— ¿Los enviará todos juntos o de a quinientos a lo largo del rancho, señor Bryton?
De a quinientos, creo que dijo el lugarteniente —contestó Bryton— No es sencillo alimentar más animales que esos en un viaje.
El hombre detrás del cactus se puso de pie sigilosamente y estiró los brazos a medida que el claqueo de las herraduras se atenuaba.
Señor Bryton; ¿eh? —y encogió los hombros, satisfecho— ¡El astuto Bryton que nos sacó del camino el año pasado y se llevó el ganado hacia el norte! Está vez su astucia no funcionará. Pero todavía es ocurrente; ¡espero que tenga una muerte rápida por eso! El buen amigo de Rafael que agarra los caballos buenos para darlos al buen gobierno.
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© P.J.P.F. para MERCVRIVS traducciones [inglés- castellano | Spanish-English]; Por el alma de Rafael. 2012-08-11.
Fuente:
Marah Ellis Ryan; FOR THE SOUL OF RAFAEL. Chicago A. C. McLurg & CO; 1920.